Vol. 3 Núm. 3 (2023): La ciencia en relación con la ética
La ética trasciende todo lo que hacemos, por lo que sin duda incide también en cómo hacemos la ciencia. Entendemos por ciencia el trabajo de descubrir cómo funciona el universo, cuáles son sus leyes de funcionamiento, cómo las podemos modelar, y en definitiva cómo podemos prever mejor el futuro. Los avances de la ciencia nos permiten aprovechar mejor los recursos naturales a través de las nuevas tecnologías a las que da lugar. La tecnología es la consecuencia práctica de la ciencia. La tecnología marca el cómo podemos vivir en sus aspectos prácticos (que se modula por la realidad de la economía); y la ciencia marca el cómo entendemos el mundo y nuestra posición en el mismo (en contraste y diálogo constante con la filosofía y la religión). Y en ambos casos, ciencia y tecnología, hemos de ver cómo conviven y cómo interaccionan con la ética.
Nos vamos a centrar aquí en un par de dimensiones de este binomio “ciencia + ética”: 1) cómo aplicamos los resultados de la ciencia a través de la tecnología y cómo incide en ello la ética, y 2) cómo se hace la ciencia, cómo se desarrolla y cómo incide la ética en este proceso.
Es un lugar común decir que la ciencia no es “ni buena ni mala” ya que, lo que es, es la constatación de nuestro modelo mental del universo. Se aventuran unos principios básicos y unas hipótesis matemáticas del modelo, se calculan sus proyecciones en situaciones prácticas y se miden dichas cantidades en la realidad. Si concuerdan y son repetibles, nos convencemos de que el modelo es adecuado, es decir, refleja adecuadamente la realidad en las circunstancias medidas. Con el tiempo dichos modelos abarcan cada vez más ámbitos de la realidad, de lo más sencillo a lo más complejo, de los componentes más básicos de la materia al universo astronómico, de los materiales inertes a los cuerpos vivos, de la estructura básica de la vida a todo el entorno cambiante del individuo y de su sociedad - y cada vez con más precisión. Realmente es una actividad apasionante.
Pero saber es poder. Y la ética de cada cual es la que dictará la manera de cómo se aplican dichos conocimientos y las tecnologías correspondientes. La informática, las comunicaciones e internet nos han facilitado muchísimo la vida, nos dan acceso a mucha más información de manera mucho más rápida y económica – pero también pueden usarse para realizar ataques destructivos contra la privacidad, contra las instituciones financieras, y en un mundo del “internet de las cosas”, contra las infraestructuras físicas etc. Por ello hemos de dotarnos de unas reglas de convivencia, de unas leyes que reflejen el equilibrio adecuado entre la libertad de uso de las tecnologías con la protección necesaria de las personas y las instituciones que nos hemos dado.
Dicho equilibrio adopta diferentes formas según el entorno social en que se desarrolla, y por tanto de la ética imperante. Encontrar y acordar dichos equilibrios se hace más difícil cuánto más rápido sea la evolución de la tecnología, y por tanto del status quo de lo que es económicamente factible para la mayoría de la sociedad. Un caso claro es la explosión tecnológica hasta nuestros días de las tecnologías de la información y de internet. En la base de dicha explosión está el descubrimiento de los semiconductores y la ciencia de los materiales. Esta revolución ha colapsado muchos de los modelos productivos y económicos de hace pocas décadas, a la vez que ha abierto un sinfín de nuevas oportunidades. La información está al alcance de todos – o de casi todos. Las situaciones planteadas por la defensa de los derechos de autor de productos digitalizables (como la literatura, la música, el video y el cine), por el impacto de Wikileaks y, recientemente, por las escuchas de la NSA demuestran a la vez lo fácil que es tener acceso a mucha/toda la información, como lo complejo de resolver el dilema de dónde está el punto de equilibrio que entre todos consideremos más oportuno, más justo. Y hay que decidirlo muy rápido, ya que la tecnología avanza de manera acelerada. Nuestro problema es que las instituciones no son capaces de digerir esta velocidad de cambio, y ello provoca claras disfunciones. Pero es claro que una guía fundamental para hacerlo es disponer de unos principios éticos básicos y ampliamente aceptados. Ello a su vez depende de una educación adecuada en unos valores éticos. La sociedad necesita acordar cuáles son los prioritarios, cómo trasladarlos a las nuevas generaciones y cómo adaptarlos en base a nuevos horizontes de conocimiento.